El Capítulo general de los franciscanos, celebrado el año 1260, encargó a San Buenaventura, entonces Ministro general de la Orden, que escribiera una nueva y definitiva vida de San Francisco: es la que conocemos bajo el nombre de «Leyenda Mayor». Giotto se inspiró precisamente en esta obra para pintar, a finales del siglo XIII, la galería de frescos de la basílica superior de Asís, que relata veintiocho episodios de la vida de San Francisco. Aquí ofrecemos el texto de San Buenaventura relativo a cada episodio, enmarcado en su contexto y con algunas adiciones que lo aclaren y completen.

De hecho, un hombre muy simple de Asís, inspirado, al parecer, por el mismo Dios, si alguna vez se encontraba con Francisco por la ciudad, se quitaba la capa y la extendía a sus pies, asegurando que éste era digno de toda reverencia, por cuanto en un futuro próximo realizaría grandes proezas y llegaría a ser honrado gloriosamente por todos los fieles. Una vez recobradas las fuerzas corporales y cuando -según su costumbre- iba adornado con preciosos vestidos, le salió al encuentro un caballero noble, pero pobre y mal vestido. A la vista de aquella pobreza, se sintió conmovido su compasivo corazón, y, despojándose inmediatamente de sus atavíos, vistió con ellos al pobre, cumpliendo así, a la vez, una doble obra de misericordia: cubrir la vergüenza de un noble caballero y remediar la necesidad de un pobre.
A la noche siguiente, cuando estaba sumergido en profundo sueño, la clemencia divina le mostró un precioso y grande palacio, en que se podían apreciar toda clase de armas militares, marcadas con la señal de la cruz de Cristo, dándosele a entender con ello que la misericordia ejercitada, por amor al gran Rey, con aquel pobre caballero sería galardonada con una recompensa incomparable. Y como Francisco preguntara para quién sería el palacio con aquellas armas, una voz de lo alto le aseguró que estaba reservado para él y sus caballeros. Salió un día Francisco al campo a meditar, y al pasear junto a la iglesia de San Damián, cuya vetusta fábrica amenazaba ruina, entró en ella -movido por el Espíritu- a hacer oración; y mientras oraba postrado ante la imagen del Crucificado, de pronto se sintió inundado de una gran consolación espiritual. Fijó sus ojos, arrasados en lágrimas, en la cruz del Señor, y he aquí que oyó con sus oídos corporales una voz procedente de la misma cruz que le dijo tres veces: «¡Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves, está a punto de arruinarse toda ella!» Quedó estremecido Francisco, pues estaba solo en la iglesia, al percibir voz tan maravillosa, y, sintiendo en su corazón el poder de la palabra divina, fue arrebatado en éxtasis

Intentaba después el padre según la carne llevar al hijo de la gracia -desposeído ya del dinero- ante la presencia del obispo de la ciudad, para que en sus manos renunciara a los derechos de la herencia paterna y le devolviera todo lo que tenía. Se manifestó muy dispuesto a ello el verdadero enamorado de la pobreza, y, llegando a la presencia del obispo, no se detiene ni vacila por nada, no espera órdenes ni profiere palabra alguna, sino que inmediatamente se despoja de todos sus vestidos y se los devuelve al padre. Se descubrió entonces cómo el varón de Dios, debajo de los delicados vestidos, llevaba un cilicio ceñido a la carne. Además, ebrio de un maravilloso fervor de espíritu (15), se quita hasta los calzones y se presenta ante todos totalmente desnudo, diciendo al mismo tiempo a su padre: «Hasta el presente te he llamado padre en la tierra, pero de aquí en adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los cielos, en quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi esperanza». Al contemplar esta escena el obispo, admirado del extraordinario fervor del siervo de Dios, se levantó al instante y -piadoso y bueno como era- llorando lo acogió entre sus brazos y lo cubrió con el manto que él mismo vestía.

Escuchó con gran atención el Vicario de Cristo (Inocencio III) esta parábola y su interpretación, quedando profundamente admirado; y reconoció que, sin duda alguna, Cristo había hablado por boca de aquel hombre. Además les manifestó una visión celestial que había tenido esos mismos días, asegurando -iluminado por el Espíritu Santo- habría de cumplirse en Francisco. En efecto, refirió haber visto en sueños cómo estaba a punto de derrumbarse la basílica lateranense y que un hombre pobrecito, de pequeña estatura y de aspecto despreciable, la sostenía arrimando sus hombros a fin de que no viniese a tierra (32). Y exclamó: «Éste es, en verdad, el hombre que con sus obras y su doctrina sostendrá a la Iglesia de Cristo».

Por eso, lleno de singular devoción, accedió (Inocencio III) en todo a la petición del siervo de Cristo, y desde entonces le profesó siempre un afecto especial. De modo que le otorgó todo lo que le había pedido y le prometió que le concedería todavía mucho más. Aprobó la Regla, concedió al siervo de Dios y a todos los hermanos laicos que le acompañaban la facultad de predicar la penitencia y ordenó que se les hiciera tonsura para que libremente pudieran predicar la palabra de Dios

Mientras moraban los hermanos en el referido lugar, un día de sábado se fue el santo varón a Asís para predicar -según su costumbre- el domingo por la mañana en la iglesia catedral. Pernoctaba, como otras veces -entregado a la oración-, en un tugurio sito en el huerto de los canónigos. De pronto, a eso de media noche sucedió que, estando corporalmente ausente de sus hijos -algunos de los cuales descansaban y otros perseveraban en oración-, penetró por la puerta de la casa un carro de fuego de admirable resplandor que dio tres vueltas a lo largo de la estancia; sobre el mismo carro se alzaba un globo luminoso, que, ostentando el aspecto del sol, iluminaba la oscuridad de la noche. Quedaron atónitos los que estaban en vela, se despertaron llenos de terror los dormidos;... Comprendieron todos a una...que había sido el mismo santo Padre -ausente en el cuerpo, pero presente en el espíritu y transfigurado en aquella imagen- el que les había sido mostrado por el Señor en el luminoso carro de fuego.

Y como quiera que, tanto en sí como en todos sus súbditos, prefería Francisco la humildad a los honores, Dios -que ama a los humildes- lo juzgaba digno de los puestos más encumbrados, según le fue revelado en una visión celestial a un hermano, varón de notable virtud y devoción. Iba dicho hermano acompañando al Santo, y, al orar con él muy fervorosamente en una iglesia abandonada, fue arrebatado en éxtasis, y vio en el cielo muchos tronos, y entre ellos uno más relevante, adornado con piedras preciosas y todo resplandeciente de gloria. Admirado de tal esplendor, comenzó a averiguar con ansiosa curiosidad a quién correspondería ocupar dicho trono. En esto oyó una voz que le decía: «Este trono perteneció a uno de los [ángeles] caídos, y ahora está reservado para el humilde Francisco».

Sucedió también que en cierta ocasión llegó Francisco a Arezzo cuando toda la ciudad se hallaba agitada por unas luchas internas tan espantosas, que amenazaban hundirla en una próxima ruina. Alojado en el suburbio, vio sobre la ciudad unos demonios que daban brincos de alegría y azuzaban los ánimos perturbados de los ciudadanos para lanzarse a matar unos a otros. Con el fin de ahuyentar aquellas insidiosas potestades aéreas, envió delante de sí -como mensajero- al hermano Silvestre, varón de colombina simplicidad, diciéndole: «Marcha a las puertas de la ciudad y, de parte de Dios omnipotente, manda a los demonios, por santa obediencia, que salgan inmediatamente de allí». Apresúrase el verdadero obediente a cumplir las órdenes del Padre, y, prorrumpiendo en alabanzas ante la presencia del Señor, llegó a la puerta de la ciudad y se puso a gritar con voz potente: «¡De parte de Dios omnipotente y por mandato de su siervo Francisco, marchaos lejos de aquí, demonios todos!» Al punto quedó apaciguada la ciudad, y sus habitantes, en medio de una gran serenidad, volvieron a respetarse mutuamente en sus derechos cívicos. Expulsada, pues, la furiosa soberbia de los demonios -que tenían como asediada la ciudad- por intervención de la sabiduría de un pobre, es decir, de la humildad de Francisco, tornó la paz y se salvó la ciudad.

Pero como el ardor de su caridad lo apremiaba insistentemente a la búsqueda del martirio, intentó aún por tercera vez marchar a tierra de infieles para propagar, con la efusión de su sangre, la fe en la Trinidad. Así es que el año decimotercero de su conversión partió a Siria, exponiéndose  a muchos y continuos peligros en su intento de llegar hasta la presencia del sultán de Babilonia....De hecho, observando el sultán el admirable fervor y virtud del hombre de Dios, lo escuchó con gusto y le invitó insistentemente a permanecer consigo. Pero el siervo de Cristo, inspirado de lo alto, le respondió: «Si os resolvéis a convertiros a Cristo tú y tu pueblo, muy gustoso permaneceré por su amor en vuestra compañía. Mas, si dudas en abandonar la ley de Mahoma a cambio de la fe de Cristo, manda encender una gran hoguera, y yo entraré en ella junto con tus sacerdotes, para que así conozcas cuál de las dos creencias ha de ser tenida, sin duda, como más segura y santa». Respondió el sultán: «No creo que entre mis sacerdotes haya alguno que por defender su fe quiera exponerse a la prueba del fuego, ni que esté dispuesto a sufrir cualquier otro tormento». Había observado, en efecto, que uno de sus sacerdotes, hombre íntegro y avanzado en edad, tan pronto como oyó hablar del asunto, desapareció de su presencia. Entonces, el Santo le hizo esta proposición: «Si en tu nombre y en el de tu pueblo me quieres prometer que os convertiréis al culto de Cristo si salgo ileso del fuego, entraré yo solo a la hoguera. Si el fuego me consume, impútese a mis pecados; pero, si me protege el poder divino, reconoceréis a Cristo, fuerza y sabiduría de Dios, verdadero Dios y Señor, salvador de todos los hombres».

Y ,cuando el varón de Dios quedaba solo y sosegado, llenaba de gemidos los bosques, bañaba la tierra de lágrimas, se golpeaba con la mano el pecho, y, como quien ha encontrado un santuario íntimo, conversaba con su Señor. Allí respondía al Juez, allí suplicaba al Padre, allí hablaba con el Amigo, allí también fue oído algunas veces por sus hermanos -que con piadosa curiosidad lo observaban- interpelar con grandes gemidos a la divina clemencia en favor de los pecadores, y llorar en alta voz la pasión del Señor como si la estuviera presenciando con sus propios ojos. Allí lo vieron orar de noche, con los brazos extendidos en forma de cruz, mientras todo su cuerpo se elevaba sobre la tierra y quedaba envuelto en una nubecilla luminosa, como si el admirable resplandor que rodeaba su cuerpo fuera una prueba de la maravillosa luz de que estaba iluminada su alma. Allí también -según está comprobado por indicios ciertos- se le descubrían misteriosos secretos de la divina sabiduría, que no los hacía públicos sino en el grado que le urgía la caridad de Cristo o se lo exigía el bien del prójimo.

En cierta ocasión quiso Francisco trasladarse al eremitorio del monte Alverna para dedicarse allí más libremente a la contemplación; pero, como ya estaba muy débil, se hizo llevar en el asnillo de un pobre campesino. Era un día caluroso de verano. El hombre subía a la montaña siguiendo al siervo de Cristo, y, cansado por la áspera y larga caminata, se sintió desfallecer por una sed abrasadora. En esto comenzó a gritar insistentemente detrás del Santo: «¡Eh, que me muero de sed, me muero si inmediatamente no tomo para refrigerio algo de beber!» Sin tardanza, se apeó del jumentillo el hombre de Dios, e, hincadas las rodillas en tierra y alzadas las manos al cielo, no cesó de orar hasta que comprendió haber sido escuchado. Acabada la oración, dijo al hombre: «Corre a aquella roca y encontrarás allí agua viva, que Cristo en este momento ha sacado misericordiosamente de la piedra para que bebas».

 

Acercándose a Bevagna, llegó a un lugar donde se había reunido una gran multitud de aves de toda especie. Al verlas el santo de Dios, corrió presuroso a aquel sitio y saludó a las aves como si estuvieran dotadas de razón. Todas se le quedaron en actitud expectante, con los ojos fijos en él, de modo que las que se habían posado sobre los árboles, inclinando sus cabecitas, lo miraban de un modo insólito al verlo aproximarse hacia ellas. Y, dirigiéndose a las aves, las exhortó encarecidamente a escuchar la palabra de Dios, y les dijo: «Mis hermanas avecillas, mucho debéis alabar a vuestro Creador, que os ha revestido de plumas y os ha dado alas para volar, os ha otorgado el aire puro y os sustenta y gobierna, sin preocupación alguna de vuestra parte». Mientras les decía estas cosas y otras parecidas, las avecillas -gesticulando de modo admirable- comenzaron a alargar sus cuellecitos, a extender las alas, a abrir los picos y mirarle fijamente. Entre tanto, el varón de Dios, paseándose en medio de ellas con admirable fervor de espíritu, las tocaba suavemente con la fimbria de su túnica, sin que por ello ninguna se moviera de su lugar, hasta que, hecha la señal de la cruz y concedida su licencia y bendición, remontaron todas a un mismo tiempo el vuelo. Todo esto lo contemplaron los compañeros que estaban esperando en el camino. Vuelto a ellos el varón simple y puro, comenzó a inculparse de negligencia por no haber predicado hasta entonces a las aves.

En cierta ocasión, después de haber regresado, en la primavera de 1220, de su viaje a Siria y Egipto, llegó a Celano a predicar; y allí un devoto caballero le invitó insistentemente a quedarse a comer con él. Vino, pues, a su casa, y toda la familia se llenó de gozo a la llegada de los pobres huéspedes. Pero, antes de ponerse a comer, San Francisco, siguiendo su costumbre, se detuvo un poco con los ojos elevados al cielo, dirigiendo a Dios súplicas y alabanzas. Al concluir la oración llamó aparte en confianza al bondadoso señor que lo había hospedado y le habló así: «Mira, hermano huésped; vencido por tus súplicas, he entrado en tu casa para comer. Ahora, pues, escucha y sigue con presteza mis consejos, porque no es aquí, sino en otro lugar, donde vas a comer hoy. Confiesa en seguida tus pecados con espíritu de sincero arrepentimiento y que en tu conciencia no quede nada que haya de manifestarse en una buena confesión. Hoy mismo te recompensará el Señor la obra de haber acogido con tanta devoción a sus pobres». Aquel señor puso inmediatamente en práctica los consejos del Santo: hizo con el compañero de éste una sincera confesión de todos sus pecados, puso en orden todas sus cosas y se preparó como mejor pudo a recibir la muerte. Finalmente, se sentaron todos a la mesa. Apenas habían comenzado los otros a comer, cuando el dueño de la casa, con una muerte repentina, exhaló su espíritu, según le había anunciado el varón de Dios. Francisco, después de consultar al hermano Silvestre y a Santa Clara, entendió que era voluntad de Dios que no se dedicara en exclusiva a la oración y contemplación, sino que fuera a predicar por el mundo... Así sucedió una vez que debía predicar en presencia del papa Honorio III y de los cardenales por indicación del obispo ostiense, el cardenal Hugolino. Francisco aprendió de memoria un discurso cuidadosamente compuesto. Pero, cuando se puso en medio de ellos para dirigirles unas palabras de edificación, de tal modo se olvidó de cuanto llevaba aprendido, que no acertaba a decir palabra alguna. Confesó el Santo con verdadera humildad lo que le había sucedido, y, recogiéndose en su interior, invocó la gracia del Espíritu Santo. De pronto comenzó a hablar con afluencia de palabras tan eficaces y a mover a compunción con fuerza tan poderosa las almas de aquellos ilustres personajes, que se hizo patente que no era él el que hablaba, sino el Espíritu del Señor.

Con el correr del tiempo fue aumentando el número de los hermanos, y Francisco comenzó a convocarlos a capítulo general en Santa María de los Angeles...En lo que se refiere a los capítulos provinciales, como quiera que Francisco no podía asistir personalmente a ellos, procuraba estar presente en espíritu... aunque alguna vez, por maravillosa intervención del poder de Dios, apareció en forma visible. Así sucedió, en efecto, cuando en cierta ocasión el insigne predicador y hoy preclaro confesor de Cristo San Antonio predicaba a los hermanos en el capítulo de Arlés acerca del título de la cruz: «Jesús Nazareno, Rey de los judíos». Un hermano de probada virtud llamado Monaldo miró -por inspiración divina- hacia la puerta de la sala del capítulo, y vio con sus ojos corporales al bienaventurado Francisco, que, elevado en el aire y con las manos extendidas en forma de cruz, bendecía a sus hermanos. Al mismo tiempo se sintieron todos inundados de un consuelo espiritual tan intenso e insólito, que por iluminación del Espíritu Santo tuvieron en su interior la certeza de que se trataba de una verdadera presencia del santo Padre. Más tarde se comprobó la verdad del hecho no sólo por los signos evidentes, sino también por el testimonio explícito del mismo Santo.

Elevándose, pues, a Dios a impulsos del ardor seráfico de sus deseos y transformado por su tierna compasión en Aquel que a causa de su extremada caridad, quiso ser crucificado: cierta mañana de un día próximo a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, mientras oraba en uno de los flancos del monte, vio bajar de lo más alto del cielo a un serafín que tenía seis alas tan ígneas como resplandecientes. En vuelo rapidísimo avanzó hacia el lugar donde se encontraba el varón de Dios, deteniéndose en el aire. Apareció entonces entre las alas la efigie de un hombre crucificado, cuyas manos y pies estaban extendidos a modo de cruz y clavados a ella. Dos alas se alzaban sobre la cabeza, dos se extendían para volar y las otras dos restantes cubrían todo su cuerpo. Ante tal aparición quedó lleno de estupor el Santo y experimentó en su corazón un gozo mezclado de dolor... Así, pues, al instante comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, tal como lo había visto poco antes en la imagen del varón crucificado. Se veían las manos y los pies atravesados en la mitad por los clavos, de tal modo que las cabezas de los clavos estaban en la parte inferior de las manos y en la superior de los pies, mientras que las puntas de los mismos se hallaban al lado contrario.

Acercándose, por fin, el momento de su tránsito, hizo llamar a su presencia a todos los hermanos que estaban en el lugar y, tratando de suavizar con palabras de consuelo el dolor que pudieran sentir ante su muerte, los exhortó con paterno afecto al amor de Dios... Sentados a su alrededor todos los hermanos, extendió sobre ellos las manos, poniendo los brazos en forma de cruz por el amor que siempre profesó a esta señal, y, en virtud y en nombre del Crucificado, bendijo a todos los hermanos tanto presentes como ausentes. Añadió después: «Estad firmes, hijos todos, en el temor de Dios y permaneced siempre en él. Y como ha de sobrevenir la prueba y se acerca ya la tribulación, felices aquellos que perseveraren en la obra comenzada. En cuanto a mí, yo me voy a mi Dios, a cuya gracia os dejo encomendados a todos». Concluida esta suave exhortación, mandó el varón muy querido de Dios se le trajera el libro de los evangelios y suplicó le fuera leído aquel pasaje del evangelio de San Juan que comienza así: Antes de la fiesta de Pascua. Después de esto entonó él, como pudo, este salmo: A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor, y lo recitó hasta el fin, diciendo: Los justos me están aguardando hasta que me des la recompensa. Cumplidos, por fin, en Francisco todos los misterios, liberada su alma santísima de las ataduras de la carne y sumergida en el abismo de la divina claridad, se durmió en el Señor este varón bienaventurado.

San Francisco murió en la Porciúncula, al atardecer del sábado 3 de octubre de 1226, a la edad de 44 años. Su glorioso tránsito estuvo acompañado de no pocos prodigios...El hermano Agustín, ministro a la sazón de los hermanos en la Tierra de Labor, varón santo y justo, que se encontraba a punto de morir y hacía ya tiempo que había perdido el habla, de pronto exclamó ante los hermanos que le oían: «¡Espérame, Padre, espérame, que ya voy contigo!» Pasmados los hermanos, le preguntaron con quién hablaba de forma tan animada; y él contestó: «Pero ¿no veis a nuestro padre Francisco que se dirige al cielo?» Y al momento aquella santa alma, saliendo de la carne, siguió al Padre santísimo. El obispo de Asís, Guido, había ido por aquel tiempo en peregrinación al santuario de San Miguel, situado en el monte Gargano. Estando allí, se le apareció el bienaventurado Francisco la noche misma de su tránsito y le dijo: «Mira, dejo el mundo y me voy al cielo». Al levantarse a la mañana siguiente, el obispo refirió a los compañeros la visión que había tenido de noche, y vuelto a Asís comprobó con toda certeza, tras una cuidadosa investigación, que a la misma hora en que se le presentó la visión había volado de este mundo el bienaventurado Padre.

Tan pronto como se tuvo noticia del tránsito del bienaventurado Padre y se divulgó la fama del milagro de la estigmatización, el pueblo en masa acudió en seguida al lugar para ver con sus propios ojos aquel portento, que disipara toda duda de sus mentes y colmara de gozo sus corazones afectados por el dolor. Muchos ciudadanos de Asís fueron admitidos para contemplar y besar las sagradas llagas. Uno de ellos llamado Jerónimo, caballero culto y prudente además de famoso y célebre, como dudase de estas sagradas llagas, siendo incrédulo como Tomás, movió con mucho fervor y audacia los clavos y con sus propias manos tocó las manos, los pies y el costado del Santo en presencia de los hermanos y de otros ciudadanos; y resultó que, a medida que iba palpando aquellas señales auténticas de las llagas de Cristo, amputaba de su corazón y del corazón de todos la más leve herida de duda. Por lo cual desde entonces se convirtió, entre otros, en un testigo cualificado de esta verdad conocida con tanta certeza, y la confirmó bajo juramento poniendo las manos sobre los libros sagrados.

Los hermanos e hijos, que fueron convocados para asistir al tránsito del Padre a una con la gran masa de gente que acudió, consagraron aquella noche en que falleció el santo confesor de Cristo a la recitación de las alabanzas divinas, de tal suerte que aquello, más que exequias de difuntos, parecía una vigilia de ángeles. Una vez que amaneció, la muchedumbre que había concurrido tomó ramos de árboles y gran profusión de velas encendidas y trasladó el sagrado cadáver a la ciudad de Asís entre himnos y cánticos. Al pasar por la iglesia de San Damián, donde moraba enclaustrada, junto con otras vírgenes, aquella noble virgen Clara, ahora gloriosa en el cielo, se detuvieron allí un poco de tiempo y les presentaron a aquellas vírgenes consagradas el sagrado cuerpo, adornado con perlas celestiales, para que lo vieran y lo besaran.

Los gloriosos milagros que se realizaron en diversas partes del mundo y los abundantes beneficios obtenidos por intercesión de Francisco, encendían a muchos en el amor a Cristo y los movían a venerar al Santo, a quien aclamaban no sólo con el lenguaje de las palabras, sino también con el de las obras. De este modo, las maravillas que Dios realizaba mediante su siervo Francisco llegaron a oídos del mismo sumo pontífice señor Gregorio IX... Discutidos diligentemente dichos milagros y aprobados por todos, teniendo a su favor el unánime consejo y asentimiento de sus hermanos [los cardenales] y de todos los prelados que entonces se hallaban en la curia, el papa decretó la canonización. Para ello se trasladó personalmente a la ciudad de Asís, y el domingo día 16 de julio del año 1228 de la encarnación del Señor, en medio de unos solemnísimos actos que sería prolijo narrar, inscribió al bienaventurado Padre en el catálogo de los santos.

El señor papa Gregorio IX, de feliz memoria, a quien el varón santo había anunciado proféticamente, cuando aún era el cardenal Hugolino, que sería sublimado a la dignidad apostólica, antes de inscribir al portaestandarte de la cruz en el catálogo de los santos, llevaba en su corazón alguna duda respecto de la llaga del costado. Pero una noche, según lo refería con lágrimas en los ojos el mismo pontífice, se le apareció en sueños el bienaventurado Francisco con una cierta severidad en el rostro, y, reprendiéndole por las perplejidades de su corazón, levantó el brazo derecho, le descubrió la llaga del costado y le pidió una copa para recoger en ella la sangre que abundante manaba de su costado. Le ofreció el sumo pontífice en sueños la copa que le pedía, y parecía llenarse hasta el borde de la sangre que brotaba del costado. Desde entonces se sintió atraído por este sagrado milagro con tanta devoción y con un celo tan ardiente, que no podía tolerar que nadie con altiva presunción tratase de impugnar y oscurecer la espléndida verdad de aquellas señales sin que fuese objeto de su severa corrección.