El segundo San Mateo con el ángel para la capilla Contarelli, los dos cuadros de la capilla Cerasi (Conversión de san Pablo y Crucifixión de san Pedro) y el Entierro de Cristo, todos realizados entre 1600 y 1603, forman un grupo bastante homogéneo desde el punto de vista compositivo y en ellos se puede apreciar ya plenamente lo que solemos denominar "tenebrismo" de Caravaggio. La luz difusa del período anterior ha dejado su lugar a una violenta contraposición de luces y sombras y las figuras emergen de la oscuridad recortándose nítidamente sobre ella como si en esta lucha entre luces y tinieblas sólo lograran imponer su existencia los elementos esenciales del drama. Esta concentración lumínica permite a Caravaggio aumentar hasta grados inverosímiles la presencia física de sus personajes -reducidos en número, monumentales y fuertemente corpóreos- imponiéndosela al espectador, a quien así se hace partícipe en la escena. Caravaggio no deja lugar al distanciamiento; trae las figuras a un primerísimo plano, hace desaparecer la naturaleza y los elementos de ambientación -que pueden distraer- dejándolos sumidos en la oscuridad y valiéndose de diversos artificios (los violentos escorzos de uno de los sayones y de san Pedro en la Crucifixión, el de san Pablo y la luz reflejada en el caballo en la Conversión, la banqueta que parece a punto de caer en el San Mateo, el espacio que se abre ante la losa y la colocación en diagonal de ésta en el Entierro) nos empuja hacia el centro de la escena haciéndonos tocar lo sobrenatural. Es precisamente esta facultad para hacer evidente la presencia de lo divino lo que permite medir la autenticidad religiosa de estas obras y lo que consentiría, como ha analizado agudamente Friedländer, poner en relación las pinturas de Caravaggio con las concepciones religiosas preconizadas por dos de los grandes reformadores de la espiritualidad de su tiempo: san Felipe Neri y san Ignacio de Loyola. Más allá de los pies desnudos y los rostros vulgares de sus apóstoles o de las impropiedades en alguna de sus representaciones de María, latiría, pues, en Caravaggio, un sentimiento religioso mucho más profundo y veraz que el de todos aquellos que plegándose a las convenciones sólo supieron ver en sus obras la falta de decoro y de "invención" (es decir, su sujeción a la fiel imitación de una naturaleza sin pulir).