Es un retrato de busto del rey Felipe IV, joven, con coraza, golilla y banda roja. El monarca aparece como general de su ejército, pero el hecho de no llevar sombrero hace difícil que se trate de un retrato ecuestre recortado como pretenden algunos autores. Hay una diferencia clara entre la cabeza y el cuerpo del retratado: el rostro y el pelo del monarca están resueltos con una factura muy lisa y cuidada, donde las pinceladas se funden unas con otras y resulta imposible distinguirlas. Esta parte es muy parecida al retrato de pie del Museo del Prado. Por el contrario la armadura y la banda presentan una técnica suelta y rápida, menos apurada, en la cual las pinceladas tienen mayor independencia y se pueden distinguir en una visión superficial. Estos hechos han permitido deducir que el retrato fue retocado en una fecha posterior. Velázquez, como es habitual en él, utiliza pequeños toques de pintura blanca para iluminar la nariz o la barbilla, amarillos para los adornos de la armadura y rojos más claros para la banda. El tono rojo de ésta tiene una réplica más clara en los labios, la nariz y las mejillas; del mismo modo que el brillo de la coraza lo tiene en el pelo. El rey lleva la golilla sencilla y almidonada que él mismo había impuesto como obligatoria en las leyes suntuarias que dictó a comienzos del reinado, en su batalla contra el lujo. Hacía poco que Velázquez había llegado a Madrid desde Sevilla y poco también que trabajaba para el rey. Este es uno de los primeros retratos suyos que pinta. Felipe IV es un hombre muy joven, en torno a los veinte años, al que Velázquez sigue en su proceso de envejecimiento, hasta el punto de temer posar para él cuando cumple los cincuenta

Es un retrato oficial del rey Felipe IV acompañado de los emblemas de poder: la mesa de justicia, el sombrero, la espada, el pliego de papel, que hace referencia a su labor al frente de la burocracia, y el toisón de oro, la máxima condecoración de la monarquía española. Esta postura es precisamente la que adoptaba el rey en las audiencias, de pie, inmóvil y en silencio. De este modo el cuadro funcionaba como un doble del monarca. Velázquez lo pinta entre 1623 y 1626, aunque lo retoca hacia 1628, haciendo las modificaciones que se pueden apreciar a simple vista: cambia la postura de las piernas y los pies, reduce la amplitud de la capa y sube la mesa y el sombrero. Todos estos "arrepentimientos" están destinados a estilizar la figura del rey y hacerla aún más imponente y severa. A esa severidad casi sagrada contribuye el aspecto impasible del rey, el negro del traje y la ausencia de joyas o adornos, con la única excepción del toisón. Velázquez, como es habitual en él, se ciñe a lo imprescindible. No le interesan los detalles accesorios (cortinas, columnas, alegorías, etc), que otros artistas contemporáneos suyos ponían en los cuadros para acentuar la majestad del retratado. A mediados de los años veinte hacía poco que Velázquez había llegado a Madrid desde Sevilla y poco también que trabajaba para el rey. Este es uno de los primeros retratos que pinta para él. Felipe IV es un hombre muy joven, en torno a los veinte años, al que Velázquez sigue en su proceso de envejecimiento, hasta el punto de que el rey temerá posar para él treinta años después. La figura se recorta contra un fondo indefinido, como más adelante los bufones, hecho con una pintura muy clara que permite ver el fondo a través de ella, y que tendrá gran influencia en obras posteriores, sobre todo en Manet, tres siglos después.

Este retrato está realizado entre 1652 y 1653, por lo que el rey Felipe IV tiene unos 47 años.