Fechado (1619) por el pintor en la piedra sobre la que la virgen María apoya el pie, es una de las primeras pinturas importantes que conocemos de la primera etapa de Velázquez, cuando todavía trabaja en Sevilla, antes de venir a la corte, entre 1617 -fecha en que abre taller propio ya como maestro- y 1623, cuando se traslada definitivamente a Madrid. La adoración de los magos es uno de los temas más representados en toda la pintura occidental y eso hace que tanto los personajes como las actitudes tengan una larga tradición y permitan pocas novedades desde ese punto de vista. Velázquez se atiene a la costumbre en cuanto a los protagonistas -los tres reyes, María, Jesús y José en un lugar secundario- y los sitúa en un espacio poco definido que deja ver un atisbo de paisaje. Las novedades más importantes están en los modelos que utiliza para pintar a los personajes sagrados: no se trata de seres idealizados sino de personas de carne y hueso de las que se podían encontrar por las calles de Sevilla. Este "realismo" ha hecho pensar a algunos autores que Velázquez pudo hacer aquí un "retrato de familia", con su mujer para la figura de María, su hija Francisca recién nacida para Jesús, su suegro Pacheco para el mago más anciano y él mismo para el joven arrodillado. Frente a los personajes idealizados, seres reales -incluso un esclavo de los que había en la ciudad- y frente a los brocados, las sedas y los rasos habituales de los trajes, mantos sencillos de colores sobrios, que sólo se hacen más exóticos en el rey negro, como era costumbre. El naturalismo caravaggiesco, que venía del norte de Italia y se difundía por toda Europa, se manifiesta también en la forma "tenebrista" de iluminar, con la yuxtaposición de zonas de luz con otras en sombra fuertemente contrastadas y aumenta el dramatismo de la escena.